TIHUATLÁN, Ver., 4 de enero de 2024.- ¡Hola a todos! Espero que estén viviendo un feliz e inolvidable inicio de año. Hoy les quiero hablar de uno de mis animales favoritos. Como pueden ver en la ilustración hecha por mi amigo, el maestro Jacob N. Azuara, se trata del tordo. Te invito a conocer esta ave, protagonista de una de las leyendas más bellas de la mitología tének o huasteca, y te aseguro que no la volverás a ver de la misma manera.
Crecí en un tiempo en que era común ver pajarillos por todas partes: sobre los arbustos que daban a la calle en casa; en la barda de la escuela; posados sobre los postes y líneas de teléfono o luz, e inclusive era común verlos dando saltitos sobre las calles pavimentadas, que ardían por el sol de mediodía.
Los había de muchos tipos, cada uno con su propio canto: la armoniosa primavera; la tímida tortolita; la escandalosa chachalaca; la viajera golondrina, los raros carpinteros y los nerviosos colibríes que parecen volar con alas transparentes.
Los más comunes eran los pichones con su mirada boba y sus patas rosas, siempre escarbando así fuera en el cemento de la banqueta.
En mi casa, nunca faltaban las altaneras gallinas y los aguerridos guajolotes, a los que siempre debíamos cuidar del tlacuache. También recuerdo momentos familiares con alegres pericos y periquillos australianos, que parecen besarse cuando frotan sus picos. Una triste ocasión también intentamos que se recuperara un tecolote lastimado por algún animal, sin éxito.
Sin embargo, el ave que más me impresionó siendo niño fue el tordo, también llamado zanate. En mi inocencia, siempre creí que era el mismo cuervo terrorífico del que hablaba el poema de Poe; o el ave que perdió su queso debido a un vil engaño de una zorra, según cuenta La Fontaine. Conforme crecí, supe que se trataba de un animal diferente, y aunque me decepcionó un poco enterarme de eso, nunca me desagradó esa ave delgada y con plumaje negro azulado, con un efecto tornasol en cada pluma.
Por las tardes, poco antes de caer la noche, una parvada de tordos comenzaba a graznar al dirigirse a un grande y viejo árbol de mango cerca del mercado, y su escándalo era tal que hacía que todos los tihuatecos volteáramos hacia arriba para ver el espectáculo que ofrecía esa nube negra viviente que reflejaba los rayos dorados del atardecer.
Resulta, que según la mitología tének, a esta ave le debemos nuestra supervivencia como especie. Hace mucho tiempo, cuando las deidades crearon a los humanos, el dios Muxi los formó a partir del maíz. Con olotes formó sus huesos y con maíz su carne. Y así nació el humano y los dioses lo enviaron a la tierra. Pero en la tierra no había maíz, y el hombre estaba destinado a alimentarse de lo mismo de lo que había sido formado.
Las personas intentaron alimentarse de otras cosas, principalmente de algodón, pero nada los satisfacía, y vivían cada vez más tristes y débiles. Entonces los dioses se dieron cuenta de que debían enviar el maíz a la tierra, así que, de entre todos los animales que habían creado, fue el tordo el elegido para llevárselos.
Un grano le dieron, que el tordo sostuvo en su afilado pico todo el camino desde el mar, la morada del dios Muxi, hasta la tierra. Hubo un momento, en que sin fuerzas y con mucha hambre, el tordo pensó en tragar el grano, pero se contuvo pensando “si me trago este maíz no va a haber nada. Entonces éste debo sembrarlo”.
Siguió volando hasta llegar a un árbol a la orilla de un río bastante escondido entre la espesura, donde se bañaba una joven. Tanta fue su sorpresa de ver una muchacha tan guapa que el tordo emitió un graznido, soltando su preciada carga.
La joven, por la sorpresa miró hacia la copa del árbol, abriendo la boca, por lo que el grano de maíz le cayó directo en la garganta, tragándoselo. El tordo, incrédulo de haber perdido el preciado maíz, se alejó avergonzado del lugar.
Lo que ignoraba la negra ave, es que esa joven era Dhakpeenk’aach, “la niña del pipián”, llamada así porque una vieja nahuala la encontró mientras cultivaba calabazas y pipianes en el monte. Al partir un pipián enorme, la hermosa niña salió del vegetal. La nahuala cuidó de la hermosa bebé, que creció de prisa, y todos los días la llevaba a bañarse al río escondido, porque no quería que nadie la viera.
Mientras la niña se bañaba, la vieja se transformaba en una bestia para alejar a cualquier incauto. Por eso, ese día que la ya muchacha quedó embarazada, la nahuala no comprendía cómo algún hombre había podido traspasar su vigilancia.
La niña del pipián murió al dar a luz al bebé Dhipaak, el dios del maíz. La anciana nunca quiso a esa criatura que se la pasaba molestando a los animales del corral y revolviendo los sembradíos de calabazas y pipianes.
Así que un día en que el niño, entre sus travesuras, partió todos los pipianes de la anciana, esta no pudo esconder su coraje y decidió matarlo, machacar el cuerpo en el metate y arrojar los restos en el monte.
Al día siguiente del crimen, en el lugar donde lo había enterrado había surgido un maizal. La nahuala, aterrorizada de ver el prodigio, macheteó todas las plantas desde el tallo, para que se las comieran las arrieras.
Pero el maizal habló a la hormiga y le dijo: “No, no me comas. Espérate. Cuando ya sea mucho, entonces sí me comes. Pero ahorita no. Mejor aguántense”. Entonces las arrieras no lo comieron y al día siguiente, el maizal había retoñado y le habían crecido mazorcas.
La nahuala comprendió que la mazorca contenía la esencia de Dhipaak y las cortó todas, las desgranó, hirvió el grano y, tal y como lo había hecho antes, lo molió en el metate. Con esa masa hizo tamales y atole e intentó comérselo todo, pero no pudo porque le cayó mal. Así que tomó el atole y los tamales que le sobraron y caminó hasta el mar, donde los arrojó y regresó a su hogar.
Entonces se acercaron rápido los peces para comer los restos de comida, pero el dios les habló y les dijo, “no, no me coman, mejor júntenme”. Los animales del mar obedecieron y juntaron toda la masa, la amontonaron, y se formó otra vez el niño, que permaneció jugando a la orilla del mar por mucho tiempo, hasta convertirse en un adolescente.
Entonces su abuelo, el dios Muxi, le recordó que él había nacido en la tierra, no en el mar, por lo que frecuentemente lo mandaba tierra adentro, pero el joven le respondía: “No, no voy, porque mi abuela me aventó acá. Así es que, si quieres que yo regrese, llévame”.
Entonces Muxi busco a alguien para que cargara al muchacho, para llevarlo a la tierra y alimentara a los humanos, que lo necesitan para vivir.
Hubo varios voluntarios, entre ellos el camarón, que no pudo salir del agua y no pudo cumplir con su misión. Después fue el pez, pero aunque este se aventó fuera del agua, al no tener pies no pudo caminar en la tierra.
Finalmente la tortuga fue la elegida para llevarlo sobre su grueso caparazón, y así emprendieron el largo camino, pero como el joven Dhipaak seguía siendo muy travieso, rayó el caparazón durante el tiempo que duró el viaje, por eso la tortuga tiene su casa cuarteada y con muchas líneas.
Cuando por fin Dhipaak llegó a la tierra, comenzó a dar el maíz para alimentar a la gente, y vivió muchas aventuras, convirtiéndose en uno de los dioses más importantes para el pueblo tének.